ARTÍCULO SOBRE EL PADRE PIERRE FAURE SJ.


Pierre Faure S. J.
Précurseurs et témoins de’un eseignement personnalisé et communautaire,
Éditions Don Bosco, Collection de Sciences de l’Éducation. París 2008, 337 páginas.
En este volumen los continuadores de la obra del fundador de la Association Internationale pour la Recherche, P. Pierre Faure S. J. (1904-1988), recogen los apuntes de éste, redactados a partir de los cursos impartidos en el Instituto Católico de París. En ellos se presentan algunas figuras históricas de grandes educadores, en los que la constante es la exigencia primordial de «la pedagogía y de la reflexión sobre toda forma de educación», que es adhesión personal a la verdad del educando, pues educar es siempre «educación del hombre consciente» (Hélène Lubienska de Lenval, p. 16), en el sentido de que «el niño es padre del hombre» (Maria Montessori. ibid.): sólo el sí interior a la verdad produce la educación en el hombre y los grandes educadores siempre lo han sabido.
El P. Faure dedicó su vida a la educación de los niños y de los adolescentes con distintas responsabilidades en colegios de los jesuitas en Francia, y a la formación de profesores. Este trabajo como pedagogo y formador tiene un declarado origen carismático: ya en los Ejercicios de San Ignacio que hacía como novicio de la Compañía, el modo en que el ejercitante es puesto «inmediate» delante de «su Criador y Señor», puesto que «mucho mejor es, buscando la divina voluntad, que el mismo Criador y Señor se comunique a la su ánima devota» (Ejercicios 15), marcó al futuro profesor (de francés y matemáticas) y pedagogo. El que enseña a los niños, debe saber que «no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios 2). Por eso insistirá siempre en dejar al educando el tiempo necesario para que él sienta y guste, y responda desde sí mismo. O, de nuevo con María Montessori, «toda ayuda inútil retrasa el desarrollo» (p. 17).
Este trasfondo de la misión de educador de Pierre Faure, explícito en otros lugares, no emerge expresamente en este libro, si bien se puede fácilmente constatar en su recorrido como la clave de la visión pedagógica. En él se trata de «precursores y testigos» de un modo de enseñar que Faure llama personalista y comunitario, tomando de Emmanouel Mounier esta caracterización. Con ella no se nos introduce de hecho en la filosofía de Mounier, que no juega un papel aquí, sin más bien en la afirmación más general, y casi sólo implícita, de que sin el momento de lo personal no hay comunidad real. Como educador, Faure está ante cada uno de sus alumnos, y no tiene prisa de integrarlos en una visión sociológica, que sólo podrá ser auténtica si nace del corazón de cada uno. Por otro lado, sería fácil encuadrar sus propuestas educativas en las corrientes de educación personalizada, por eso añade «comunitaria», para evitar la separación de la libertad personal del contexto social, o mejor, de la «catolicidad» de la verdad en la que se educa la libertad personal. Los editores resumen el ideal del P. Faure con estas palabras suyas: deseaba «una acción pedagógica más interior, que pase por el mismo niño, apelando a su determinación y a su control personal, al sentido de la responsabilidad individual y de grupo… Los resultados de técnicas personalistas y comunitarias, la formación de un espíritu, no se obtienen en un momento porque no proceden ni por violencia, ni del exterior. Es necesario ser conscientes de ello y conducir esto con mucha exigencia y firmeza, pero con suavidad y desde el interior… apelando sin cansarse a la atención voluntaria, a la reflexión, a la iniciativa, al autocontrol personal y de grupo» (276).
Los pedagogos que más inmediatamente han influido en Pierre Faure son, y en este orden, las dos mencionadas damas, Hélène Lubienska de Lenval y Maria Montessori, nombres a los que hay que añadir el de Édouard Séguin, por lo que se refiere a las bases fisiológicas de la educación. Si Maria Montessori es la más autorizada promotora de la pedagogía que el P. Faure comparte, la alumna de la «dottoressa», Hélène Lubienska de Lenval (1895-1972), es distinguida por él al presentar su figura en la introducción del libro: «si la proponemos a la reflexión como entrada en materia, es porque pensamos que así nos introducimos en lo esencial con una pincelada» (p. 21). Ella representa para el pedagogo jesuita «el hilo conductor» de su libro, en el sentido de que representa para él el ideal pedagógico con especial pureza. Extraordinaria catequista, Mme. Lubienska de Lenval conoció al P. Faure y colaboró puntualmente con él. «Mi pedagogía», nos dice ella misma, «no sólo meramente espiritualista, sino sobre todo católica, se inspira directamente en la liturgia y en la tradición monástica. El método Montessori me sirve de instrumento… Yo intento ayudar al niño a ser él mismo, es decir, ese contemplativo que Jesucristo nos ha dado como modelo» (p. 22). Conviene decir que al menos cinco libros de Hélène Lubienska se han publicado recientemente. Por su enraizamiento en la tradición monástica, su pedagogía conecta con la tradición educativa del primer milenio cristiano, el de la cultura que nace de la Palabra de Dios. L’Univers biblique où nous vivons es uno de los títulos. Para Pierre Faure este punto de partida en la Palabra bíblica es también esencial, porque es el de San Ignacio; por otra parte, el primado de lo espiritual que se hace carne en el gesto litúrgico, resume el movimiento de la pedagogía del P. Faure: que el espíritu se exprese en el cuerpo con libertad y conciencia. Y conecta, además, con la importancia del cuerpo y de los sentidos corporales que los Ejercicios de San Ignacio reconocen.
Ciertamente el centro en la liturgia parece no ser específico de la tradición de la Compañía de Jesús. Los Ejercicios tienen su propio modo de insistencia en el cuerpo. El ejercitante debe imitar a Jesús y a María en el uso de los sentidos, éstos son objeto de contemplación, como lo son las potencias del alma (EE 248). Quizá este aspecto de la contemplación ignaciana ha caído un poco en el olvido. Pero la liturgia incluye el movimiento corporal en la acción sagrada, no sólo la contemplación del cuerpo en Dios. Ciertamente esta base sacramental de la educación ha de ser hoy, como siempre, un punto firme del proceso educativo de vivir espiritualmente las cosas del cuerpo y corporalmente las del espíritu.
El método del libro es el mismo preferido para las clases de secundaria: el texto del gran autor. «Se conoce mejor a Platón y su pedagogía dejándose guiar por él en sus diálogos… que disertando sobre lo que debe o no a Solón, a Pitágoras, a Sócrates». Se intentará, por tanto, con Platón y con los demás autores estudiados, «revivir las pedagogías en su medio de vida, con sus alumnos» (p. 18). Tendremos textos de los autores, descripciones de sus actividades y de las circunstancias y, cuando la situación lo pida, dilucidación de equívocos. El resultado es el de poder asistir al momento educativo. El recorrido sigue un orden prevalentemente histórico, sin la pretensión de cubrir toda la historia de la pedagogía, sino sólo la de presentar algunas grandes figuras. Por otro lado, el orden cronológico no es decisivo, porque el interés central es el discernimiento sobre la aportación de la llamada por Montessori «pedagogía científica» y el de la «école nouvelle» o «école active», que comienza a fines del siglo XIX.
Cuando se habla de «precursores», que son Platón y Montaigne, en el primer capítulo del libro, se subraya la primacía del espíritu en la educación. La mayéutica platónica tiene grandes valores pedagógicos: ir al encuentro del alumno allí donde se encuentra, para con la interrogación permitir que se haga con la verdad, más aun, que haga la verdad, como dice la Escritura. Montaigne (1533-1592), crítico de los usos pedagógicos de su tiempo, insiste en la atención a cada niño en particular, en la necesidad de que él mismo pueda observar las realidades y formarse un juicio. Un segundo capítulo se dedica a dos «lugares de referencia» en los siglos XVII y XVIII, que son, sorprendentemente juntos, los colegios de los jesuitas y las «pequeñas escuelas de Port Royal», para lo que sería hoy la enseñanza secundaria. Parece desproporcionado el emparejamiento, pero la corta vida de las pequeñas escuelas ha dejado una influencia muy grande, por lo que se refiere a libros escolares y estilo educativo basado en la claridad. Los profesores jansenistas eran muy destacados en sus materias. «En las numerosas congregaciones religiosas que fueron creadas bajo la Revolución, el Imperio y la Restauración, adoptarán con frecuencia las prácticas de Port Royal. El siglo XIX, en su renovación pedagógica de la enseñanza, deberá casi todo a la tradición de los colegios de la Compañía de Jesús, pero adoptará en educación puntos de vista jansenistas en los liceos imperiales, los colegios e internados de la Tercera República. Hasta hoy se descubren sus huellas» (p. 62). En nota se nos dice que los tratados prácticos de educación y los manuales de piedad con frecuencia serán jansenistas, por ejemplo en el Canadá francés. «Esto explica… mucho de los inconvenientes y de la violencia de muchas protestas hasta el momento actual». Nos parece que el discernimiento al respecto no ha terminado. Después de estos lugares de referencia, un breve capítulo, en el que el P. Faure deja la palabra a otros, presenta, como «educadores carismáticos», a San Juan Bautista de La Salle y a San Juan Bosco. Sin que se declare explícitamente, se habla aquí de carisma en el sentido teológico estricto, como don del Espíritu Santo para emprender un servicio en nombre del Señor, dentro de la obra de la redención, para edificación de la Iglesia. En su fuente primordial, el «celo» de los hermanos de La Salle, y la viril afectividad de los salesianos, no nacen de técnicas ni de la evolución histórica, sino de lo Alto. La Salle insiste en el discernimiento de espíritus necesario para saber cómo tratar a cada uno. Don Bosco insiste en la educación preventiva, no represiva, de los jóvenes, también de los difíciles.
La historia de las modernas propuestas reflexivas sobre cómo educar empiezan con dos autores, de nuevo sorprendentemente reunidos bajo un mismo rubro: François Fénelon (1651-1715) y Jean Jacques Rousseau (1712-1773). Se puede establecer que en más de un punto el Emilio o de la educación se inspira en el santo obispo, cuyos consejos son de una agudeza que nace del amor y la humildad del Evangelio. Educador de nobles, forma una pequeña comunidad educativa con ayuda de profesores de valor; además, escribe un tratado sobre la educación de jóvenes mujeres, en el que introduce una exposición profunda y original de la formación religiosa. Gran observador, parece sentir el desarrollo del alumno en libertad, a partir de las «aperturas en el espíritu del niño» (p. 81). Al dividir Rousseau su Emilio por edades, escribe el primer tratado de psicología genética. Genial y contradictorio, «la riqueza de Rousseau es tal, sus paradojas tan abundantes, que sería en vano intentar una crítica al detalle». «Ninguna huella de caridad, un egocentrismo extraordinario», pero, paradójicamente, «piensa siempre en los demás en su intención de reformador» (105) de la educación, que ciertamente ha abierto camino. Los primeros nombres de investigación pedagógica especializada a partir de experiencias intensas de educación de los más pequeños, son los de Henri Pestalozzi (1746-1827) y Friedrich Fröbel (1782-1852). En este capítulo el P. Faure empieza a describir las experiencias educativas, de una generosidad extraordinaria por parte de los pedagogos, más extensamente. Era muy difícil que se impusiera el método de Pestalozzi, por la dedicación heroica a los niños pobres que exigía, pues con ellos vivía para educarlos, apoyado siempre por su mujer; en cambio, «el espíritu de sus principios y la tendencia de su método tuvieron ciertamente una influencia benéfica» (117). Se dibujan ya la lección de silencio y la influencia en el espíritu del movimiento físico tranquilo y ordenado, por ejemplo en el trabajo manual. Siempre reaparece, como en Rousseau mismo, la clave de todo que es «la libertad en la obediencia, pues sin esa obediencia que se hace poco a poco interior… no es posible la educación» (118). Murió «con la alegría y la fe de un cristiano» (p. 114). Fröbel inventa la institución del jardín de infancia. Dominado por la idea de la unidad en la diversidad, a partir de la Tri-unidad de Dios, busca que el niño crezca realizando esta ley, que es también la de su espíritu. Es también un educador práctico y muy creativo en cuanto a material didáctico, mobiliario, actividad y el modo de organizarla para que no sea dispersiva.
Los médicos Jean Itard (1774-1838), y Édouard Séguin (1818-1880) contribuyen decisivamente a la pedagogía moderna, a partir del tratamiento de niños discapacitados mentales, en el que la educación de los sentidos se revela en toda su importancia humana. Itard es el famoso médico educador de Víctor, el niño encontrado en estado salvaje en l’Aveyron, que no tenía desarrollada la sensibilidad auditiva para la palabra humana. Los resultados sobre la educación sensorial que obtuvo y que expuso, han sido una base para la pedagogía moderna. Recuperar los sentidos, el cuerpo, el ambiente físico: todo lo que el dualismo cartesiano tiende a relegar ha sido propiamente el origen de la pedagogía como investigación científico-médica. La filosofía sensualista que reduce el mundo del espíritu, al que se adhería Itard (Condillac), limitaba su reflexión e interrumpía el camino de su pedagogía, pero no se han de negar sus aportaciones. Séguin es para Pierre Faure, como para Maria Montessori y Hélène Lubienska de Lenval, un autor fundamental. Sus experiencias con discapacitados le permiten establecer la lección de inmovilidad, en la que se aprende el dominio y los actos conscientes sobre uno mismo, la actividad libre y ordenada. La importancia del cuerpo y de los sentidos no detienen a Séguin en el ámbito sensorial, sino que su pedagogía quiere llegar a la actividad intelectual incluso abstracta. La línea pedagógica vuelve a ser la de dejar surgir las respuestas, sin adelantar, si dejar lagunas, desde cada uno, según se encuentre.
Viene entonces la presentación de las escuelas nuevas y de sus características en comparación con las escuelas tradicionales. En seguida, los que para Pierre Faure son los grandes animadores: l’Abbé Henri de Tourville (1842-1902) y Édmond Démolins (1852-1907). El primero como animador, consejero, hombre de intuiciones profundas, limitado en la acción por la mala salud. Tenía información de la escuela nueva como había empezado en Inglaterra y en Estados Unidos. Como escritor de la Histoire de la formation particulariste, «muy avanzado para su época, define las grandes líneas de estas reformas con una precisión admirable» (p. 213). Démolins lo sigue activamente con una de las experiencias más importantes, la de «l’École des Roches». Describe la escuela nueva en los términos que ya nos son familiares, pero con plena conciencia de crear un nuevo tipo de escuela. «La formación del carácter es menos uniforme, más directa, más diversificada: se encuentra en ella un respeto más profundo y más diferenciado de la personalidad de cada muchacho», dice un testigo. La educación mediante el influjo positivo de los compañeros se afirma como un recurso fundamental.
Siempre en torno a la educación nueva, un capítulo más se dedica a tres posiciones de pedagogía científica desde antropologías diferentes. De la católica Maria Montessori (1870-1952), primera mujer médico en Italia, se ha hablado ya desde el inicio del libro. El niño «muestra al educador cuál es su verdadero papel: ayudarle, pero a desarrollarse por él mismo y desde él mismo, por su actividad propia» (229). Sería un enorme equívoco pensar que Montessori excluye la receptividad. Por el contrario, la «autogénesis» del hombre a partir del niño tiene la base en la educación sensorial que desvela la receptividad del espíritu. La obediencia interior a la verdad de las cosas, a Dios mismo, permite y exige ese respeto de la libertad. Su método, técnicas, material didáctico, su psicología evolutiva se han difundido. También médico, Ovide Decroly (1871-1923), fue un genial educador de niños con retraso, pionero de la educación especial, de gran corazón, sacrificado por los niños que educaba; en él ha pesado demasiado el cientificismo de la época. El niño discapacitado puede y debe llegar a conocerse y, en seguida, a conocer su mundo, consiguiendo “síntesis” de vida normal que parecían imposibles. Célestin Freinet (1896-1966), de posición marxista y psicologista, introduce en la educación técnicas de participación comunitaria. El último capítulo presenta a Adolphe Ferrière (1879-1960), educador y teórico, comprometido en la difusión de la pedagogía de la escuela activa, y a Paul Geheeb (1870-1961) y su experiencia de escuela modelo en Odenwald, descrita con una cierta amplitud.
La conclusión del libro del P. Faure concluye con un breve apartado dedicado a «La Iglesia y la educación», en el que el autor comenta algunos textos del Magisterio de la Iglesia (Divini Illius Magistri, de Pío XI, Pacem in Terris de Juan XXIII y Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II), siempre en el mismo sentido, aquí bajo los términos clásicos de la doctrina cristiana de respeto de la persona, de su condición espiritual, de su conciencia como respuesta personal a la verdad, con los que el mismo Pierre Faure expresa sus ideales educativos, en el amor cristiano.
El libro es presentado por Jean-Marie Diem y Anne-Marie Audic, de la asociación fundada por el P. Faure. Lo cierra un postfacio de Laurent Gutierrez, en el que se traza en breve la historia de la escuela nueva, su crisis, y el papel del P. Faure, y una serie de anexos con textos escogidos de algunos de los educadores tratados, desde el Menón de Platón, hasta un documento (1977) de la Congregación vaticana para la educación católica.
El libro quería ser un homenaje al educador jesuita. Deja patentemente demostrado que la educación auténtica ha tenido y tiene su centro en un amor que, por serlo, es libre y obedece, sin contradicción entre las dos cosas.
Ricardo Aldana, S. de J.